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Médico rural (Ourense), años 50 (foto retocada de Biblioteca Diputacion)a |
Queremos dar hoy una primicia a los lectores de "Diario de un médico de guardia". Mas que una primicia es mas bien una recuperación y puesta en valor. Lo hacemos como una aportación desde este blog a las jornadas "La Medicina Rural, un puente entre el pasado y el presente. Jornadas de Homenaje del Colegio Médico a los Médicos Rurales de Ourense", que se celebran estos días 8 y 9 de abril del 2013 en Ourense.
Traemos a nuestras páginas una columna de prensa que publica el gran patriarca de las letras gallegas y miembro de la Generación Nós, Ramón Otero Pedrayo, en LA REGIÓN (Ourense) en abril de 1947. La firma con uno de sus seudónimos de aquellos años, Santiago Amaral. El texto se titula "La jornada del médico" y lo publica en la serie de columnas que titula genéricamente "Los caminos de Galicia". Fue una de las series y colaboraciones que mantuvo con este centenario periódico ourensano en muy diferentes época de su vida (hubo otra muy famosa en los años 60. del Orense antiguo).
Agradecer desde este blog la amabilidad y facilidades dadas por la periodista Maribel Outeiriño de La Región así como de los directivos (Sechu Pastoriza) del periódico para conseguir este texto oteriano, que pensamos es poco conocido y que realmente estaba olvidado. Hace un retrato de un médico rural gallego de finales del siglo XIX o primeros años del XX. Un día lo analizaremos un poco mas a fondo pues hay interesantes referencias y links dentro de esta columna oteriana de la serie Los Caminos de Galicia. Quedemos ahora con las líneas de Santiago Amaral.....
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LA
REGION
– 3 de abril de 1947
LOS CAMINOS DE GALICIA
LA JORNADA DEL MEDICO
Por Santiago Amaral
El médico tiene dos
caballos, uno bayo, otro pedrés, un botiquín con lo más indispensable, un
estuche de cirugía bastante menor que las carteras con que suelen cargar
nuestros intelectuales, la colección encuadernada del “Siglo Médico”, varios
formularios y agendas, dos estantes repletos de volúmenes –el Beclard, el
Trousseau, el Vollmann-, una escopeta de dos cañones, un trabuco en el hueco de
la ventana de su cuarto, dos perros de perdices, una vista de montaña de
lejanías azules hacia el norte y hacia el sur de suaves laderas trepadas por
antiguas viñas. En la casa lo mismo pueden verse en el salón unas cuantas
señoras con vestidos de seda orlados de volantes, muy finas y hasta un puntito
románticas tomando con una expresión de desgana dulces “de bocado” como
montones de rubio maíz y a veces los grandes calabazos como esbozos de
delicados frutos, en trance de ser modelados, llegan en el despacho hasta las
filas de los libros, y la calavera puesta sobre el armario sonríe desdeñosa, en
su sencillez de superiores líneas, de los exagerados cabezotas vegetales. La
casa, “pazo” apenas desglosado por la solana, el salón, el palomar y el ciprés
de la arquitectura y composición labradoras, llamaba más que otras entonadas e
ilustres de la comarca, por los caminos invitándoles a conversar –lo que los
caminos agradecen más que el descansar- a la sombra de los grandes robles de la
entrada o al sol que en tiempo invernal y en días de viento se detenía, con
especial agradecimiento de abejas, lagartos y piedras en aquel campillo
abrigado. El médico, joven, salido apenas hacía dos años de Fonseca y de las
tertulias de estudiantes, de todos los caminos que llegaban a su puerta prefería
el del rumbo de Santiago. Un recuerdo amargo y el orgullo de altas torres de
ambición desmoronadas. Los primeros hilos de plata y un día en que se le trata
de hombre grave al que ayer apenas entraba con una evidente apelación al
cinismo literario en la sala de disección…
Avanza la mañana abriendo
a cada paso nuevas ventanas a la luz de un día de acacias y sol deportista en
los cauces de la última arroyada. El médico está en el lecho. Se retiró a las
tres. Luchaba desde la tarde con la muerte por una joven cuya calentura
incendiaba la sonante paja del jergón. Al alcance de la mano tiene el médico
una memoria de oposición a cátedras y el programa del Dr. Varela de la Iglesia. Pero algo le
obsesiona, lee mal, se adormece combinando en su mente unas palabras… Deben ser
de alto y precioso sentido porque, como si ellas se transparentaran en su
frente, enrojece al entrar la criada vieja que le vió nacer… Hay dos viejos de
San Fiz, la de las calenturas del molino de la Fervenza, un mozo de gota
serena, una viuda por el certificado, un recado del abad de Lama Chá, un patrón
de los de no muy buena cara de los de mula, y chaqueta de “velludo”…
Terminada la consulta, el
médico deposita en un cestillo de paja trenzada y policroma el producto de la
mañana, total cincuenta reales, sin cobrar por caridad el certificado y
cargando un poco la mano al de la mula por petulante y desconfiado… Un instante
el pequeño despacho parece más cordial. Se le puede confiar lo más íntimo como
a un amigo. Toma el médico la pluma, la moja con cuidado, el papel parece de
nieve como para recibir y guardar la leve impresión de patitas de ave de un
precioso y alado pensamiento, pero…
-Filliño, por fin te
dejaron solo. ¡Con tanto cavilar te vas a cargar mucho la cabeza! ¡No te rías
con todo tu saber! ¡Vamos a echar unas partidas de brisca! ¡Si no prefieres dar
una vuelta conmigo por la viña! Ya están plantando las bardadas nuevas…
Una sombra de
preocupación se interpone de pronto entre la alegría de la comida y el porvenir
del médico. Ha llegado una carta. La trajo un propio desde la villa donde está
la estafeta. El médico al leer la carta se siente muy niño. Sabe que al estar a
solas no podrá retener las lágrimas. La muerte de su mejor amigo, lejos de
recordarle el pasado de Santiago le angustia por el porvenir. Le acrece aquella
muerte ilógica la vacilación y la timidez propensa a las resoluciones funestas.
¿Será siempre un médico de aldea como parecen exigirlo la casa, la anciana
madre, la tradición…? Aquel amigo poseía la virtud envidiable del consejo. Ya
nunca volvería a recibir sus cartas fechadas a dos pasos de Compostela, casi en
el círculo mágico de las campanas de la catedral. Ya nunca volaría la
indicación de la ruta, la nota del libro, la conveniencia de no descuidar tal
estudio…
-¡Una sepultura más que
visitar!- pensó queriendo hacerse el fuerte. Hay recursos tópicos y fríos de
gran utilidad para los espíritus sensitivos. El pensamiento ya varias veces
ahuyentado volvía, ahora con más grave razón, a ocupar al médico. Toda la casa
parecía respetar su dolor. Pero no pudo escribir una línea. Y aún sufrió y se
acusó de ingrato con la memoria del amigo muerto porque se detuvo en la imagen
de un bello rostro femenino que a través del papel vuelto pantalla mágica se
sonreía de la perplejidad dolorosa.
Agradeció el largo viaje
de la tarde. Cabalgando en el caballito pedrés con el perro al lado, la ofrenda
al amigo muerto era más verdadera, más cordial y sentida que en la soledad de
la casa. Siempre una especie de despreocupación entre cínica y sentimental
había presidido su amistad. Al trote ligero por los caminos orlados de retamas
blancas dialogaba con su amigo muerto.
-“Me decido a
escribirla”.- “Sí, la tesis puede basarse en casos de inedia extraordinaria”;
-“El tipo de médico señorito de aldea tiende a desaparecer con las últimas
novelas románticas…”.
Le sorprendió encontrarse
en el lugar lejano de Sualaxe. Tres casas que parecían los duros frutos de una
colina peñascosa. Visitado con calma el enfermo, prefirió el médico regresar
por un largo rodeo. La tarde al declinar poseía una virtud excitante para el
pensamiento, lánguida para la voluntad. Y la voluntad exigía una pronta
decisión. Cada día en la aldea –una mano dulce y amiga que le acariciaba la
frente era la aldea- significaba un aplazamiento en el amor de la bella lejana
y en la conquista profesional de la ciudad…
Cuando llegó a la casa
estaba determinado. Prefirió entrar por el huerto y no fue sentido. Debía
romper aquella misma noche muchos afectuosos vínculos. Pasó cerca de la cocina.
Hablaba su madre con un labriego viejo, antiguo amigo de la casa. En la
obscuridad acrecida por las brasas del hogar las palabras de la madre adquirían
una gravedad profunda, reveladora:
-“¡E si meu fillo
acordara quedar esquí! Podería erguer a casa, sería o coroamento da miña
velleza!” Sin palabras el viejo asentía.
Aquella noche el médico
no escribió las cartas. Ni a la siguiente. Ni nunca. Fue amado con el tácito y
grave amor de las aldeas. Y si alguna tentación le asaltaba de remordimiento,
cabalgaba en el caballito pedrés para espantarla.
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